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APALABRADOS

OLIVERIO GIRONDO

   Exvoto

Las chicas de Flores tienen los ojos dulces como las almendras azucaradas
de la Confitería del Molino, y usan moños de seda que les liban las nalgas en
un aleteo de mariposa.
Las chicas de Flores se pasean tomadas de los brazos, para transmitirse sus
estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas, de
miedo de que el sexo se les caiga en la vereda.
Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin madurar del ramaje de hierro
de los balcones, para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas,
y de noche, a remolque de sus mamás –empavesadas como fragatas- van a
pasearse por la plaza, para que los hombres les eyaculen palabras al oído, y
sus pezones fosforescentes se enciendan y se apaguen como luciérnagas.
Las chicas de Flores viven en la angustia de que las nalgas se les pudran,
como manzanas que se han dejado pasar, y el deseo de los hombres las
sofoca tanto, que a veces quisieran desembarazarse de él como de un corsé,
ya que no tienen el coraje de cortarse el cuerpo a pedacitos y arrojárselo a
todos los que les pasan la vereda.

Llorar a lágrima viva...

Llorar a lágrima viva.
Llorar a chorros.
Llorar la digestión.
Llorar el sueño.
Llorar ante las puertas y los puertos.
Llorar de amabilidad y de amarillo.
Abrir las canillas,
las compuertas del llanto.
Empaparnos el alma, la camiseta.
Inundar las veredas y los paseos,
y salvarnos, a nado, de nuestro llanto.
Asistir a los cursos de antropología, llorando.
Festejar los cumpleaños familiares, llorando.
Atravesar el África, llorando.
Llorar como un cacuy, como un cocodrilo...
si es verdad que los cacuyes y los cocodrilos
no dejan nunca de llorar.
Llorarlo todo, pero llorarlo bien.
Llorarlo con la nariz, con las rodillas.
Llorarlo por el ombligo, por la boca.
Llorar de amor, de hastío, de alegría.
Llorar de frac, de flato, de flacura.
Llorar improvisando, de memoria.
¡Llorar todo el insomnio y todo el día!

       Nocturno

Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana.
Luces trasnochadas que al apagarse nos dejan todavía más solos.
Telaraña que los alambres tejen sobre las azoteas.
Trote hueco de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón.
¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo,
y cuál será la intención de los papeles
que se arrastran en los patios vacíos?
Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras,
y en que las cañerías tienen gritos estrangulados,
como si se asfixiaran dentro de las paredes.
A veces se piensa,
al dar vuelta la llave de la electricidad,
en el espanto que sentirán las sombras,
y quisiéramos avisarles
para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los rincones.
Y a veces las cruces de los postes telefónicos,
sobre las azoteas,
tienen algo de siniestro
y uno quisiera rozarse a las paredes,
como un gato o como un ladrón.
Noches en las que desearíamos
que nos pasaran la mano por el lomo,
y en las que súbitamente se comprende
que no hay ternura comparable
a la de acariciar algo que duerme.
 

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