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APALABRADOS

TE LO PRESENTO

LOS TRAIDORES, Eduardo Sacheri

 

Que nadie se haga cargo de esta historia,
ni de sus apellidos ni de sus equipos. 
Lo único cierto es Ella.



¿Qué decís, pibe? Llegaste temprano. Vení, acomodate. «¡Hey, jefe: Dos cafés!» Dejate de jorobar, pibe, yo invito. El sábado pasado convidaste vos. ¿Y qué tiene que ver que hoy sea el clásico? El café sale lo mismo. Van uno a cero. Miralo bien al petisito que juega de nueve. Lo vi en el entrenamiento del jueves, no sabés cómo la lleva. Se mezcló bárbaro con la Primera. Lo acaban de traer. De Merlo, creo. Una maravilla. Aparte ahora que nos cagó Zabala nos hacen falta delanteros. Es una fija, pibe. La única que nos queda es sacar pibes de abajo. Y sacarlos como si fueran chorizos, ¿eh? Si no, te pasa como con Zabala. El club se rompe el alma para retenerlo cuatro, cinco años, y a la primera de cambio cuando le ofrecen dos mangos se te pianta a cualquier lado y te desarma el plantel. Sí, seguro. Si no les importa nada. ¿La camiseta? No pibe, ésa te calienta a vos o a mí, pero ¿a éstos? ¿No fue el imbécil este y firmó para Chicago? Ya sé que es un traidor, pero fijate lo que le importa.

Se muda al Centro y listo. si te he visto no me acuerdo. Igual no te preocupés. Hoy no la va a tocar. A ese matungo no le da el cuero para amargarnos la vida. Ya sé que con Chicago la cosa se puede poner fulera. Clásicos son clásicos. Pero quedáte tranquilo. Es un amargo y no se va a destapar ahora.
Si vos hubieras vivido en la época de Gatorra sí que te hubieses chupado un veneno de aquéllos. Vos no habías nacido, ¿no? Si fue hace una pila de años... ¿Y cómo sabés tanto del asunto? Ah, tu viejo estuvo en la cancha. Bueno, entonces no tengo que recordarte mucho. Fue algo como lo de Zabala pero peor. Porque Gatorra era nuestro, pero nuestro, nuestro. Desde purrete había jugado con los colores gloriosos. Pero resulta que en el pináculo de su carrera, cuando nos dejó a tres puntos del ascenso en una campaña de novela, va y firma con Chicago. Fue el acabose, pibe, el acabose. No lo lincharon porque en esa época la gente se tomaba las cosas con más calma. Porque en Chicago la siguió rompiendo. Y para peor, en el primer clásico en el que jugó contra nosotros, con ese harapo bicolor puesto en el lugar donde hasta entonces había estado «la gloriosa», nos metió tres goles y nos los gritó como un loco. Así, pibe, sin ponerse colorado. Lo putearon de lo lindo, pero el resentido parece que cuanto más lo insultaban más se enchufaba. Escuchame un poco: el tercer gol lo metió de taco, con las manos en la cintura, sonriendo para el lado en que estaba la hinchada del Gallo. Ni te imaginás, pibe.
Así que tu viejo lo vio, fijate un poco. Si hubieses estado, nene. No sabés lo que fue aquello. Pero 10 mejor, lo mejor...

¿Te cuento una historia rara? ¿Seguro? Tiempo tenemos: van cinco minutos del segundo tiempo. Falta como una hora para que empiece. Bueno, entonces te cuento: ¿qué me decís si te digo que ese partido de los tres goles de Gatorra con la camiseta de Chicago yo lo vi en medio de la tribuna de ellos, rodeado por esos ignorantes que gritaban como enajenados? ¿Qué me dirías si te digo que los dos primeros goles hasta tuve que alzar los brazos y sonreír como si estuviera chocho de la vida?
¿Sabés qué pasa, pibe? La verdad es que Gatorra no era el único traidor de aquella tarde: yo también estaba del lado equivocado. Sí, flaco, como te cuento. Y todo, ¿sabés por qué?: por una mina. Todo por una mina, ¿te das cuenta? No, ya sé que no entendés ni jota. No te apurés. Dejame que te explique.

A veces la vida es así, pibe, te pone en lugares extraños. La cosa vino más o menos de este modo: un año antes más o menos de ese partido de la traición de Gatorra, les ganamos en Mataderos, encima con un gol de él, fijate un poco. A la salida me desencontré con los muchachos de la barra, así que entré a caminar por ahí, cerca de la cancha, pero me desorienté feo. Muy tranquilo no andaba, qué querés que te diga. Ya era de tardecita, y terminar a oscuras rodeado de gente de Chicago no me hacía ninguna gracia, sabés. Pero en una de esas doy vuelta una esquina y la veo. No te das una idea, pibe. Era la piba más linda que había visto en mi vida. Llevaba un trajecito sastre color grisesito. Y zapatitos negros. Mirá si me habrá impactado: jamás de los jamases me fijaba en la pilcha de las minas. Y de ésta al segundo de verla ya le tenía hasta la cantidad de botones del chaleco. Era menudita pero, ¡qué cinturita, mama mía, y qué piernas! Bueno, pibe, no te quiero poner nervioso. Y cuando le vi la cara... ¡Qué ojos, Dios Santo! No sabés los ojos que tenía. Cuando me miró yo sentí que me acababa de perforar los míos, y que el cerebro me chorreaba por la nuca. Qué cosa, la pucha. Estaba apoyada contra un auto, con un par de fulanos a cada lado. Dudé un momento. Si me paraba ahí y la seguía mirando capaz que esos tipos me terminaban surtiendo. Pero, ¿si me iba? ¿Cómo iba a verla de nuevo? No tenía ni idea de dónde cuernos estaba. Era entonces o nunca. Así que enfilé para donde estaban. Sí, como lo oís. Mirá que me he acordado veces, pibe. ¿Cómo me animé a encarar hacia el grupito ése, de nochecita, en Mataderos, después de llenarles la canasta? Y fue por amor, pibe. No hay otra explicación posible ¿Qué vas a hacerle?

Cuando me acerqué medio que entre dos de los fulanos me salieron al paso. Ahí un poco me quedé: los medí y me avivé de que me llevaban como una cabeza. Atorado, voy y les pregunto para dónde queda Avenida de los Corrales. Apenas hablé me quise morir. Ahí nomás se iban a apiolar: ¿qué hacía un tarado caminando solo por Mataderos el sábado a la nochecita, preguntando por Avenida de los Corrales, si no era un hincha de Morón que venía de llenarles la canasta y no tenía ni idea de dónde estaba parado? Tranquilo, Nicanor, me dije. Capaz que estos tipos ni bola con el fútbol. Pero la esperanza me duró poco. Uno de los tipos me encara y me pregunta de mal modo: «¿Vos no serás uno de esos negros de Morón, no?». Yo me quedé helado. Iba a empezar a tartamudear una excusa cuando la oí a ella: «Alberto, cuidá tus modales, querés». Dijo cinco palabras, pibe. Cinco. Pero bastó para que yo supiera que tenía la voz más dulce del planeta Tierra. Casi me la quedo mirando de nuevo como un bobo, pero el instinto de conservación pudo más y me encaré con el tal Alberto. Yo sé que ahora te lo cuento, cuarenta años después, y parece imperdonable. Pero ubicáte en el momento. La piba ésta. Yo con el amor quemándome las tripas. Y esos cuatro camorreros listos para llenarme la cara de dedos. La boca puede caminarte más rápido que la mente, sabés: «¿Qué decís? ¿De Morón? Ni loco, enteráte». Y volví a mirarla. A esa altura ya me quería casar, sabés. Así que no se me movió un pelo cuando seguí: «De Chicago hasta la muerte».

Los tipos sonrieron, y a mí me pareció que ella se aflojaba en una expresión tierna. El único que siguió mirándome con dudas fue el tal Alberto: «Y decíme, si sos de Chicago, ¿cómo cuernos no sabés dónde queda la Avenida de los Corrales?». Era vivo, el muy turro. Los demás me clavaron los ojos, repentinamente apiolados del dilema. Pero yo andaba inspirado. Y la miraba de vez en cuando a la piba y el verso me salía como de una fuente: «Resulta... -me hice el que dudaba si exponer semejante confidencia-, resulta que es la primera vez que puedo venir a la cancha». Los tipos me miraron extrañados. Yo ya andaba por los treinta, así que no se entendía mucho semejante retraso. «Yo vivo en Morón -seguí-, es cierto, pero...-los tipos me clavaban los ojos-, pero volví a caminar recién hace cuatro meses».

Te la hago corta, pibe. Arranqué para donde pude, y lo que se me ocurrió fue eso. Supongo que fue por los nervios. Pero no vayas a creer. Después fui hilvanando una mentira con otra, y terminó tan linda que hasta yo terminé emocionado. Les dije que de chiquito me había dado la polio y había quedado paralítico. Y que por eso nunca había podido ir a la cancha. Agregué que me hice fanático de Chicago por un amigo que me visitaba y que después murió en la guerra (no se en qué carajo de guerra, dicho sea de paso, pero les dije que en la guerra). Y que me había enterado de que en Estados Unidos había un doctor que hacía una operación milagrosa para casos como el mío. Y que había vendido todo lo que tenía para pagarme el tratamiento. Terminé diciendo que había sido todo un éxito. Que había vuelto hacía dos semanas, después de la rehabilitación, y que apenas había podido me había lanzado a Mataderos a ver al Chicago de mis amores. Tan poseído del papel estaba que cuando conté mi tristeza por los dos goles recibidos en la tarde se me quebró la voz y se me humedecieron los ojos. Cuando terminé los cuatro energúmenos me rodeaban y el tal Alberto me apoyaba una mano en el hombro.
«Me llamo Mercedes, encantada.» Me alargó la diestra, y mientras se la estrechaba pensé que cuando llegara a casa me iba a cortar la mano y la iba a poner de recuerdo sobre la repisa. Tenía la piel suave, y me dejó en los dedos un aroma de flores que me duró hasta la mañana siguiente. Después se presentaron los tipos. Tres eran hermanos de ella, «gracias a Dios», pensé. Y el coso ése, Alberto, era un amigo. «Me cacho en diez, será posible, el muy maldito», me lamenté.

Estaban en la vereda de la casa de ella. Y acababan de volver del partido. El corazón me dio un vuelco cuando me enteré de que el papá de ella era miembro de la comisión directiva, y que el más grande de los hermanos era vocal de la asamblea. No sólo eran de Chicago: ya era una cosa como Romeo y Julieta, ¿viste?
Resulta que iban todos los sábados a ver a Chicago, pero Mercedes iba sólo cuando jugaban de locales. Y al palco, junto con el padre. Los hermanos y el otro tarado iban a la popular, con algunos amigos. Se ofrecieron a llevarme a casa. Traté de disuadirlos, diciéndoles que en Morón tal vez no fueran bien recibidos, pero insistieron. «Tendrás que descansar», decían.

Yo fui rezando todo el viaje para no cruzarme con ninguno de los vagos de mis amigos. Llegué sano y salvo. Tuve el cuidado de cojear levemente al bajar delante del portón de casa. Los saludé efusivamente. Ellos se dijeron algo mientras yo me alejaba. «¡Nicanor!», me llamó el hermano grande. «¿Querés venir el sábado con nosotros?» Mi alma estaba vendida definitivamente al diablo. Me di vuelta. Y algo vi en los ojos de ella que me decidió. «Seguro -contesté-. Pero no se molesten hasta acá. Los veo en la sede.» Los miré alejarse creyendo entender a San Pedro cuando escuchó cantar al gallo el Viernes Santo.
Cuando entré a casa la encaré a mi vieja y le di rápido el resumen de mi nueva vida. Pobre viejita, no entendía nada. Cuando le dije que me habían traído unos hinchas de Chicago rajó para la heladera para prepararme unos paños fríos. «Vos te insolaste», diagnosticó. Pero la seguí hasta la cocina y con paciencia
le expliqué varias veces el asunto. «¿Tan rica es esa chica, Nicanor?», me preguntó. «No me pregunte, mamita». contesté turbado. Se ve que entendió, porque nunca más me dijo nada.

Con los muchachos la cosa iba a ser distinta. ¿Cómo explicarles semejante agachada? No me animé a hablar. Tuve que apilar una mentira sobre la otra, y sobre la otra, y así hasta formar una torre interminable. En el barrio dije que me había salido un laburito de contabilidad en una empresa de colectivos, los sábados. Y los muchachos, lógicamente, se quejaron. Decían: «¿Para qué lo querés Nicanor? Si con el sueldo del banco para vos y tu vieja te alcanza y te sobra». Y yo que «no, sabés que pasa, que quiero ahorrar unos manguitos», y toda esa sanata. La vieja resultó de fierro. Tan entregado me veía a mí que hasta colaboró con alguna mentirita menor para darme más coartada. Cuando salía a hacer las compras comentaba que el pobre Nicanor estaba deslomándose con dos trabajos, para comprarle los remedios para el asma. «¿Y desde cuándo tiene asma, Doña Rita?» «Es `asma muda’, por eso», contestaba. Pobre viejita, se ve que en la familia nunca fuimos demasiado brillantes para el verso.

El asunto es que en ese año emprendí una doble vida de Padre y Señor nuestro. Durante la semana hacía mi vida normal: después del banco pasaba por la sede del Deportivo a tomar una copita y jugar naipes con los muchachos. Cara de póker, como si nada. Una vez sola estuve a punto de pisar el palito. Se habían trenzado en una discusión de las habituales, pero ese día se les había dado por lucirse citando equipos en cuya formación se repitieran ciertos nombres de pila. No sé, Carlos, Artemio, el que fuera. Y voy yo como un pelotudo y digo que en la primera de Chicago juegan cuatro tipos que se llaman Roberto. Me miraron como si fuera un extraterrestre. Salí del paso levantando el dedo y con voz solemne: «Y, viejo, conoce a tu enemigo» o alguna imbecilidad por el estilo. Pero transpiré la gota gorda. ¿Qué querés? Pasaba lo evidente. Todos los sábados a ver a Chicago. Chicago para acá, Chicago para allá, como si fuese el hincha más fiel del planeta. Ya me conocía hasta las mañas del aguatero suplente. Pero ¿cómo no iba a ir? Si a la vuelta los hermanos me insistían para que me quedara a un vermouth en casa de Mercedes. Por supuesto me los tenía que bancar al viejo y a los hermanitos, pero también estaba ella, que se prendía a las conversaciones futboleras con elegancia pero sin remilgos.

Todo tenía sus ventajas: si perdía Chicago yo disfrutaba como un príncipe heredero las caras de culo de mis acompañantes, mientras fingía certeras pala bras de consuelo y pronosticaba futuras abundancias. Si ganaban, la algarabía del papá solía redundar en una invitación para comer afuera, todos juntos, Merceditas incluida. Así que no podía quejarme. Es cierto que la conciencia a veces me remordía mientras saboreaba la picada con el Gancia rodeado de mis enemigos de sangre. Pero de inmediato se acercaba Mercedes, precedida por su sonrisa de arco iris y su mirada de incendio; Mercedes rodeada por su fragancia de mujer inolvidable, ofreciéndome la última aceituna antes de que se la deglutieran aquellos mastodontes, y la sensación de culpa se disolvía en una egoísta gratitud a Dios y a la creación en general.

Pero lo bueno dura poco, pibe. Ese es el asunto. Ya iba para un año de mi traición inconfesa cuando se me vino encima el choque del siglo. Morón versus Chicago, con el malparido de Gatorra estrenando los trapos verdinegros luego de venderse a Lucifer por unos pocos pesos. Yo ya tenía decidido enfermarme de algo incurable ese fin de semana y ver el clásico desde la tribuna correcta de la vida. Ya había anunciado en la sede del Deportivo que en la empresa de colectivos había pedido un adelanto de vacaciones para disfrutar de esa tarde impostergable, en la cual con justa razón los simpatizantes del Gallo harían naufragar al «vendido  en un océano de insultos que perseguiría su memoria por el resto de la eternidad. Los muchachos habían recibido mi anuncio con alborozo. En el campamento enemigo abrí el paraguas aludiendo a cierta enfermedad incurable de una cierta tía mía residente en Formosa (que súbitamente se agravaría y me llamaría a su lado para no despedirse del mundo en soledad).

El problema surgió el martes anterior al partido. Debo confesar que para ese entonces yo asistía los martes a la nochecita á un vermouth en la sede de Mataderos. No me mirés así, pibe. Yo estaba compenetrado de mi papel, y Mercedes me tenía totalmente enajenado. Pero los cuatro brutos ésos me la marcaban de cerca. De alguna manera tenía que verla entre semana, aunque fuera de pasadita. Además, estaba ese fulano Alberto, el «amigo», que no la dejaba ni a sol ni a sombra. En verdad, nunca los había visto en actitud de noviecitos. Nada que ver. Pero el tipo se la comía con los ojos. Y al viejo de ella lo seguía como un perro, el muy guacho. Le chupaba las medias que daba asco: le llevaba los papeles, le hacía de chofer, le tenía la puerta vaivén de la sede. Lástima que yo siempre fui tan bueno. Porque si no, en algún amontonamiento en la popular lo empujo y termina veinte escalones más abajo con cuarenta huesos rotos, viste. Pero siempre fui un romántico bobalicón, qué le vas a hacer.

Pero ese martes anterior al clásico se me vino el mundo abajo. El muy imbécil va y anuncia en la mesa de café que el viejo de Merceditas lo ha autorizado a llevarla al cine el sábado a la noche, como festejo especial del previsible triunfo de Chicago en el clásico vespertino. Los hermanos de Mercedes lo palmearon complacidos; y yo tuve que fingir algo parecido a una sonrisa aprobatoria.
Ahora no tenía salida. O lo mataba el sábado en la cancha o el tipo me ganaba definitivamente de mano. Justo ahora, que Mercedes prolongaba las miradas que cruzábamos furtivas en el vermouth de la nochecita, y me buscaba tema de conversación cuando nos encontrábamos a la salida del palco y caminábamos todos juntos hasta el auto. ¿O era una impresión mía, inducida por el embotamiento del amor que le tenía? El hecho, pibe, es que tuve que dar media vuelta en el aire y cambiar de planes.
A los muchachos les dije que en la empresa de colectivos me habían denegado el permiso, bajo amenaza de echarme. Ellos ofrecieron quemar la terminal con mis jefes adentro, pero los disuadí entre sonrisas, convenciéndolos de que no era para tanto. A los hermanos de Mercedes les dije que mi tía la que se estaba muriendo en Formosa se había curado de repente.

Celebraron y brindaron a mi salud y a la de mi tía. Al único que se lo vio medio arisco fue al tal Alberto, como si sospechara algo turbio, o como si lo hubiese desilusionado mi permanencia en Buenos Aires. Por supuesto que verlo así me llenó de alegría.
Con todas esas complicaciones de última hora no tuve tiempo de detenerme a pensar seriamente en las dificultades de presenciar ese clásico histórico en la tribuna visitante. ¿Entendés, chiquilín? Primera dificultad: que me reconociera la gente del Gallo. Solución: anteojos negros, cuatro días sin afeitarme y un amplio sombrero para protegerme del sol. Segundo problema: llegar en medio de los visitantes y ser reconocido pese a mis camuflajes. Solución: entrar a primera hora, solo, y esperar en las gradas la llegada de la tribu de Merceditas, bien escondido en el extremo de la popular opuesto a la zona de plateas. Quedaba un tercer problema, pero éste no tenía solución posible: soportar noventa minutos en nuestra cancha en silencio, o moviendo los labios acompañando a los energúmenos éstos, mientras del otro lado del césped los nuestros descargaban su justo rosario contra esos malparidos y sobre todo contra Gatorra, su más pérfida y reciente adquisición. Y mientras tanto rezar, rezar para que nadie se diera cuenta de la impostura, para que Gatorra estuviese en una mala tarde, para que ganáramos el clásico, para que la derrota le torciese el humor al padre de Mercedes y cancelara la salida al cine de la noche en el auto del tarado de Alberto. Demasiados pedidos para un solo Dios en un solo rezo. Pero, ¿qué iba a hacer, pibe?

Cumplí mi plan a la perfección. Llegué a la una en punto, recién abiertas las puertas. Completé mi atuendo con un piloto verde y amplio que había sido de mi difunto tío. No sabés la facha, pibe: sombrero ancho, anteojos negros, capote militar y barba de varios días. Cuando me vio salir de casa a la viejita casi le da un soponcio. Tuve que sacarme todo de raje para mostrarle y convencerla de que no era una aparición de San La Muerte.
¿Qué te contaba, pibe? Ah, sí. Que llegué temprano y me acomodé bien arriba en las gradas a esperar. Cuando fueron llegando los de Chicago no hablaban de otra cosa: jorobaban con cuántos goles nos iba a meter Gatorra, practicaban los cantitos alusivos, hacían gestos, no sabés, pibe. Una tortura. A eso de las dos cayeron los hermanos de Mercedes. Tuve que hacerles señas mientras me acercaba a ellos para que me reconocieran. Aduje una extraña reacción cutánea que me obligaba a protegerme del sol. «¿Qué sol, si en cualquier momento llueve?» No podía faltar el inoportuno de Alberto para buscarle la quinta pata al gato. «Secuela de la operación, por la anestesia, sabés. Los otros lo codearon, enternecidos por mi sufrimiento, y lo obligaron a callar.

Cuando faltaban quince minutos, en la tribuna visitante no cabía un alfiler. La verdad, ellos habían traído a todo el mundo. Y a la luz de cómo fueron los hechos hicieron bien, ¿no? Imagináte pibe: ser testigo de una goleada bárbara con tres tantos de un tipo que traicionó a tus enemigos y ahora juega para vos. ¿No parece un cuento de hadas, pibe?
A Merceditas la ubiqué enseguida gracias al enorme paraguas negro que el viejo de ella abrió cuando empezó a chispear, faltando cuatro minutos. Levanté un brazo a modo de saludo, y ella me contestó con una sonrisa que me levantó la temperatura debajo del capote verde. ¿Cómo hizo para ubicarme con semejante indumentaria? En ese momento me dije que era el amor el que la guiaba con sus dictados. No pongás esa cara, pibe, ya sé que uno es cursi cuando habla de amor, pero qué querés. Si la hubieses visto como yo la vi. Nunca más volví a ver a una mina tan linda como estaba Merceditas esa tarde. Llevaba un vestidito verde con cartera y zapatitos negros (y qué querés, si la pobre no conoció otro cuadro) que le quedaba que ni pintado. Y el pelo recogido en un rodete. Y los labios rojos. Me hubiese quedado mirándola el resto de la tarde. Bah, el resto de la vida.

Pero cuando salieron a la cancha los ojos se me fueron a Gatorra. El muy guacho iba bien erguido, encabezando la fila. Recibía los insultos casi con gra cia, con elegancia. Cuando enfiló para el medio miró hacia la hinchada visitante que se vino abajo. En esa época los equipos no solían saludar desde el medio, pero el soberbio éste se tomó el tiempo de alzar los brazos en dirección a las vías del Sarmiento, para que a sus espaldas un rumor de rabia se alzara como un incendio desde la barra enfurecida. Yo rezaba debajo de mi disfraz para que lo partieran a la primera de cambio. Pero se ve que Dios andaba en otra cosa. Porque este malnacido, este traidor imperdonable, eludió a cuatro tipos y la tocó suavecita a la salida del arquero. Alrededor mío los fulanos se subían unos a otros, lloraban, gritaban como energúmenos, levantaban los brazos gesticulando obscenidades. Sintiéndome Judas tuve que alzar los brazos, para no botonearme tanto. En cuanto pude miré para el palco y la vi a Mercedes aplaudiendo con la carterita colgada del antebrazo izquierdo y sonriendo hacia donde yo estaba; y solté dos lagrimones de dolor que me corrieron bajo los lentes oscuros. La impotencia, ¿sabés?.

Veinte minutos más y ¡zas! Córner y un cabezazo del cornudo de Gatorra. Dos a cero y de nuevo el delirio. Ahí yo empecé a pensar que en realidad todo era un castigo por mi traición; y que la culpa de esa humillación colectiva la tenía yo, el Judas moderno del fútbol argentino. Decí que cuando terminó el primer tiempo y todos los tipos se apuraron a apoyar el trasero en algún huequito libre de los escalones, yo me hice el otario y me quedé parado. Me pasé los quince minutos hablando por gestos con Merceditas, a través de la distancia. Ya sé, flaco: alrededor mío tenía cinco mil tipos convencidos de que yo era un pelotudo. Pero qué querés, si era un primor la piba. Aparte, de vez en cuando, lo relojeaba de costadito al tal Alberto y estaba hecho una furia, no sabés.

En el segundo tiempo nos pegaron un peludo inolvidable, pero estaba por terminar y no nos habían vacunado de nuevo. Yo miraba el reloj cada veinticinco segundos, desesperado porque terminara de una vez por todas el suplicio chino. «Quedáte tranquilo, Nicanor, que están muertos», me tranquilizaban los hermanos. «Ya sé, ya sé», contestaba yo, en una mueca semisonriente, y con ganas de descuartizarlos con una sierra de calar. Yo los veía a los nuestros, al otro lado del océano verde, y el pecho se me hinchaba de orgullo. Seguían cantando e insultándolo a Gatorra en cuatro idiomas, indiferentes a las burlas y al oprobio. ¡Qué no hubiera dado por estar entonces del otro lado! Pero de inmediato giraba hacia mi derecha y la veía a ella, tomadita del brazo del viejo, indefensa, pura, increíblemente hermosa, y me decidía a tolerar unos minutos más.
Pero lo que pasó entonces fue demasiado. Faltaban cinco. Se escapa Gatorra y enfrenta al arquero. Le amaga y lo pasa. Se detiene. La hinchada visitante grita enloquecida. El arquero vuelve sobre sus pasos. El Traidor, con la sangre fría de un cirujano, vuelve a enganchar y el guardameta pasa como una tromba para el otro lado. A mi alrededor deliran. Pero falta. Porque el inmundo ése se da vuelta con las manos en jarra, observa parsimoniosamente a la heroica hinchada del Gallo, y le da a la bola un tacazo disciplicente en dirección al arco vencido. Para terminar de perpetrar su osadía, se acerca al alambrado y empieza a besarse el harapo verdinegro que los turros ésos usan de camiseta.

Uno de los hermanos de Mercedes me estampó tal apretón que casi me arranca el sombrero. Delante mío dos tipos lloraban abrazados. Yo miraba sin po der dar crédito a mis ojos. Enfrente, la hinchada de mis amores en un silencio de sepulcro. Alrededor estos fulanos con una chochera de mil demonios. Y al pie de las gradas Gatorra besuqueándose la casaca con cara de chico bueno y cumplidor. Es el día de hoy que aún recuerdo la sensación de fuego que empezó a subirme desde las tripas, y que terminó casi quemándome la piel de la cara. Y para colmo van los nuestros, primero sueltos, algunos pocos, luego más, por fin todos, dándole al «¡El que no salta, es de Chicago... el que no salta, es de Chicago!», y a mí se me empezó a dar vuelta el estómago como si me estuviesen mirando a mí a través de todo el largo de la cancha; como si ni el sombrero ni el capote ni los lentes oscuros hubiesen bastado para tapar la traición delante de los míos. Supongo que tratando de encontrar fuerzas para seguir corrompiéndome, miré hacia la platea para verla. Allí estaba, como siempre en todo ese año de mi perdición: bella, perfecta, inolvidable. Sonriendo hacia donde yo estaba, quemando el cemento desde su sitio hasta el mío con las chispas de sus ojos incandescentes. Le pedí a Dios que me hiciera nacer de nuevo. Que me cambiara de vida. Que me arrancara para siempre la memoria. Pero algo adentro mío, algo empezó a crecer mientras escuchaba los cantos del otro lado y las burlas de éste, una mezcla de vergüenza y de pudor y de rabia por saber al fin definitivamente que no podía, y que por más que quisiera y lo intentara nunca jamás de los jamases podría cambiar de vereda, aunque la perdiese a ella para siempre, aunque me pasase el resto de la vida lamentándome semejante cuestión de principios, porque tarde o temprano todo iba a saltar, porque un martes u otro les iba a terminar cantando las cuarenta en esa sede de mierda que tienen ellos, o un sábado del año del carajo me iba a pudrir de aplaudir castamente los goles de ellos, y porque aunque no les partiera una botella en la zabiola a todos los hermanos y al tal Alberto, tarde o temprano en la jeta se me iba a notar que no, que nunca jamás en la puta vida voy a ser de Chicago, porque mis viejos me hicieron derecho y no como al turro malparido de Gatorra. Y cuanto más me calentaba conmigo, más me calentaba con él, porque mientras se besaba la camiseta más y más yo sentía que me decía: «Vení, Nicanor, vení conmigo acá al pastito, dale vos también algunos chuponcitos a la camiseta, dale Nicanor, no te hagás rogar, si vos y yo somos iguales, si los dos somos un par de vendidos, yo por la guita y vos por la minita, pero somos iguales; dale Nicanor, qué te cuesta, dale, sacáte el disfraz y vení, que estamos cortados por la misma tijera, pero por lo menos yo no me ando escondiendo».

Cuando tuve a mis hijos me puse nervioso, es cierto. Pero nunca sufrí tanto como esos dos minutos de los festejos del tercer gol de Gatorra en cancha nuestra. Te lo juro. Volví a levantar los ojos. Todo seguía igual. Alrededor mío la hinchada de Chicago comenzaba a apaciguarse: se destrenzaban los abrazos, algunos se sentaban para reponer energías, otros se ajustaban la portátil a la oreja para escuchar los detalles. Enfrente bailaban las banderas rojiblancas. A mi derecha, Mercedes me acunaba en sus ojos. Abajo, el traidor prolongaba un poco más la burla hacia mi gente.
De ahí en más no pude controlarme. Miré por anteúltima vez a la platea e hice un gesto de adiós con la mano. Después me erguí en puntas de pie. Hice bocina con ambas manos. Respiré hondo. Entrecerré los ojos. Y cacareé con todas las fuerzas de mi alma renacida un: ¡¡¡¡¡GATORRA VENDIDO HIJO DE MIL PUTA!!!!! que se escuchó hasta en la Base Marambio.

No tuve ni tiempo de disfrutar la sensación de alivio que me sobrevino apenas lo mandé al carajo, porque en el instante en que me enfrié un poco tomé conciencia del sitio donde estaba: ahí solito con mi alma, en medio de los leones, listo para ser devorado. Cuando miré a las fieras, había por lo menos sesenta pares de ojos clavados en mi pobre persona, y por los cuchicheos se iba corriendo la voz gradas arriba y gradas abajo. «¿Qué dijiste?», me encaró de mal modo el tal Alberto, desde el escalón inferior al mío. Lo miré. A fin de cuentas yo estaba ahí por su culpa: ¿no estaba en ese antro en un intento desesperado por evitar su salida nocturna con Merceditas? El maldito no sólo iba a salir con ella: después de lo de hoy tendría el camino definitivamente libre de obstáculos. Sin pensarlo dos veces le mandé un directo a la mandíbula. El muy zopenco cayó hacia atrás organizando una pequeña avalancha en los tres o cuatro escalones subsiguientes.
Mi vida pendía de un hilo: no sólo acababa de deschavarme delante de cinco mil enemigos. Acababa también de surtirle una linda piña a un socio querido y respetado de la institución. Sin pensarlo dos veces, tomé la decisión que finalmente y pese a todo terminó salvándome la vida. Salí disparado escalones abajo, aprovechando el claro dejado por mi contrincante semidesvanecido. Llegué al alambrado y me prendí con ambas manos como si fueran tenazas. Ya detrás mío distinguía con claridad los primeros «atájenlo que es de la contra», «párenlo que es un vendido», «vení que te reviento la jeta a patadas». Con los mocasines me costó enganchar los pies en los rombos del alambre. Encima no faltaban los comedidos que sin saber muy bien del asunto igual trataban de atajarme por la ropa. Perdí el sombrero de una pedrada. Los anteojos se me cayeron forcejeando con un viejito sin dientes que no me soltaba la pierna derecha. Gracias a Dios, en esa época el alambrado era más bajo. Me pinché hasta el alma cuando llegué a la cúspide. Me arqueé hacia atrás para verla por última vez en mi vida. No fue fácil, pibe. ¿Sabés lo que fue saber que estaba renunciando a ella para siempre?

Para ese entonces ya me tiraban con serpentinas sin desenrollar. Igual me encaramé como pude en el alambrado y, en acto penitencial y al grito de «¡Sí, sí, señores, yo soy del Gallo» obsequié floridos cortes de manga a derecha e izquierda, hasta que me acertaron un cascote en plena frente, perdí el equilibrio y me fui de cabeza. Gracias al cielo, caí del lado de la cancha. Si no, estos tipos me cuelgan ya sabés de dónde.
El resto me lo contaron, porque permanecí inconsciente como cinco días. Mi vieja batió el récord de velas encendidas en la Catedral, pobrecita. Cuando abrí los ojos estaban todos. El Negro, Chuli, Tatito. Me habían cubierto con la bandera del Gallo. Primero pensé que estaba muerto y que me estaban velando; pero los muchachos me convencieron, en medio de mis lágrimas, de que estaba vivito y coleando. «La clavícula, tres costillas y cinco puntos en la zabiola -me decían-, la sacaste rebarata, Nicanor.»
Sí, pibe, como lo escuchás. Yo soy ese tipo del capote verde que se tiró desde la cabecera visitante a la cancha el día de ese clásico espantoso de los tres goles de Gatorra. Sí, capaz que lo hacés ahora y te pegan tres tiros y no contás el cuento. Yo qué sé, eran otros tiempos.

Yo era joven, y aparte no sabés. Si la hubieses visto a Mercedes... Nunca volví a conocer a otra mujer como ella. Pero, bueno, qué le vas a hacer, así es la vida. Igual sufrí como un condenado, no vayas a creer. Los muchachos me decían que no lo tomara así, que minas hay muchas pero Gallo hay uno solo, y todas esas cosas que son verdad, pero, qué querés, a mí esa piba me había pegado muy hondo, sabés. Eh, chiquilín, no te pongás triste. ¿Qué se le va a hacer? Hay cosas que podés hacer y cosas que no.
A ver, dejáme fijarme un poco. Sí, por acá ya se están parando. Me rajo que quedó un caminito. Dale, pibe. Ayudáme a levantarme. No, ya me tengo que ir, dale. ¿No ves que acaba de terminar el partido de reserva? Ya sé que ahora empieza el partido en serio. No flaco, en serio. Tengo que rajarme. No, pibe, ¿qué corazón, ni qué carajo? Del bobo ando hecho un poema.
Pero qué querés. Promesas son promesas. Y si me quedo capaz que no puedo contenerme y falto a mi palabra. El sábado que viene me contás. No, pibe, en serio. Tengo que irme. Permiso, permiso, gracias. Hasta el sábado.

Creéme, pibe. Te digo en serio. ¿Cómo qué promesa, pibe? «Vos juráme que nunca más gritás un gol de Morón contra Chicago. Nunca en la vida. Y yo le digo a papá que le guste o no le guste nos casamos igual.»
¡Chau, pibe!

 

Podés escuchar este cuento en http://www.goear.com/listen/2491679/los-traidores-de-eduardo-sacheri-por-alejandro-apo

LOS TRAIDORES, de Eduardo Sacheri

Chicos, éste es el cuento del que hablamos hoy en clase. Espero que les guste. Si es así, les recomiendo la lectura de la novela "Papeles en el viento" del mismo autor.¡Una joyita!

Nora

TALLER DE HISTORIETAS

¡Hola! Y se viene el taller de historietas nomás. Para que se vayan metiendo en el tema les dejo la información que sigue. Nos vemos en el taller.

Recuerden llevar el material pedido.

Nora           

Historietas para adolescentes y jóvenes

Ver imagen en tamaño completo.

 

http://bandadibujada.blogspot.com.ar/

Frente al escaso interés por la edición, difusión y promoción de libros de historietas para niños y jóvenes que demuestran algunos sectores de la edición y la crítica literaria, un grupo de profesionales del área de la educación y la cultura decidimos impulsar el Movimiento Cultural Banda Dibujada, cuyo principal objetivo es "reivindicar la lectura, la edición, el rescate y la creación de obras de Historieta para niños."

La primera acción del Movimiento fue lanzar, en marzo de 2005, el "Manifiesto de Banda Dibujada", en el que se explicaban sus objetivos y se invitaba a profesionales de todas las áreas de la cultura y la educación a sumarse a la iniciativa. Junto con el manifiesto se inauguró el sitio web de Banda Dibujada, una página donde los interesados encontrarán comentarios sobre libros de historietas, artículos e información de interés sobre el género.

NARRACIÓN ORAL

Todos podemos contar historias. Todos tenemos algo que queremos compartir. Yo los veo a ustedes, en especial los lunes, cuando quieren contarles las novedades con pelos y señales a sus amigos: qué hicieron, dónde fueron, qué les pasó,qué NO les pasó (Buaaaa),qué quedó pendiente para el próximo fin de semana. ¡Son narradores!

Un amigo mío,narrador y poeta para más datos, Roberto Moscoloni, cuenta historias por ahí. Y su oficio lo ha llevado a encuentros internacionales de narradores. Le pedí permiso para subir al blog alguno de sus trabajos. Me autorizó, y me hizo la salvedad de que, con la emoción y los nervios del momento, en medio de la historia se deslizó un error: confundió la nacionalidad del poeta chileno Pablo Neruda (se le escapó "uruguayo").Como dicen en la tele: "El vivo tiene sus riesgos". Los invito a conocer la historia de La Chumi.¡A mí me encantan las historias de amor!  Que la disfruten.

Nora

LLEGARÁN SUAVES LLUVIAS

Después de haber trabajado mucho con la literatura fantástica, le llegó la hora a la ciencia ficción. ¿Qué mejor que disfrutar de un corto realizado a partir de un texto del gran Ray Bradbury?

Y AHORA, VEAMOS EL CUENTO QUE DISPARÓ EL CORTO:

Llegarán suaves lluvias

Ray Bradbury

En la sala, la voz del reloj dijo ¡Tic-tac, siete en punto, hora de levantarse, hora de levantarse, siete en punto! como si temiera que nadie lo hiciera. La casa matutina permaneció vacía. El reloj siguió sonando, repitiendo y repitiendo sus sonidos en el vacío. ¡siete nueve, hora del desayuno, siete nueve!

En la cocina, la estufa para el desayuno dio un suspiro silbante y lanzó de su tibio interior ocho rebanadas de pan perfectamente tostado, ocho huevos fritos con la yema intacta, dieciséis rebanadas de tocino, dos cafés y dos vasos con leche fría.

"Hoy es agosto 4, 2026", dijo una segunda voz proveniente del techo de la cocina, "en la ciudad de Allendale, California". Repitió la fecha tres veces para ayudar a la memoria. "Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de boda de Tilita. Es momento de pagar el seguro, así como las cuentas del agua, el gas y la electricidad"

En alguna parte de los muros, los reveladores trabajaron, loas cintas de memoria se deslizaron bajo ojos eléctricos.

¡Ocho uno, tic-tac, ocho uno exactamente, hora de salir a la escuela, hora de salir al trabajo, corran, corran, ocho uno! Pero no hubo puertas que se cerraran ni los tapetes sintieron el suave paso de las suelas de goma. Afuera llovía. La caja de clima de la puerta principal cantó suavemente: "Lluvia, lluvia, salgan; gabardinas para hoy...". Y la lluvia golpeó sobre la casa vacía, produciendo ecos.

Afuera, el garaje emitió sonidos y levantó su puerta para dejar ver el automóvil que esperaba. Después de una larga espera la puerta bajó de nuevo.

A las ocho treinta, los huevos se habían resecado y el pan tostado parecía de piedra. Una espátula de aluminio los raspó echándolos en el fregadero, en donde agua caliente los hizo pasar por una garganta metálica que los digirió y mandó por las tuberías al  mar distante. Los trastos sucios se colocaron en una lavadora caliente y surgieron brillantes y secos.

Nueve quince -cantó el reloj- hora de limpiar.

De sus madrigueras en la pared, pequeños ratones robot salieron disparados. Los cuartos se llenaron de actividad con los pequeños animales de limpieza, todos goma y metal. Se topaban con las sillas, haciendo girar sus terminales con mostachos, amasando el pelo de la alfombra, sorbiendo suavemente el polvo oculto. Después, como invasores misteriosos, regresaron a sus escondrijos. Sus ojos eléctricos color rosa se apagaron. La casa estaba limpia.

Diez en punto.

El sol salió después de la lluvia. La casa permaneció sola en una ciudad de ruinas y cenizas. Era la única casa en pie. Por la noche, la ciudad en ruinas despedía un brillo radioactivo que podía verse a millas de distancia.

Diez quince.

El sistema de riego del jardín empezó a funcionar formando fuentes doradas que llenaron el suave aire matutino con trozos de brillo. El agua golpeó el cristal de las ventanas, escurriendo por el descascarado lado oeste en donde la casa había quedado quemada y totalmente desprovista de sus pintura blanca. Toda la cara oeste de la casa se veía negra, excepto en cinco lugares. Ahí la silueta en pintura de un hombre que podaba el césped. Allá, como en una fotografía, una mujer inclinada para cortar flores. Un poco más lejos, sus imágenes quemadas sobre la madera en un instante titánico, un niño pequeño, con las manos abiertas al aire; un poco más arriba, la imagen de una pelota al vuelo, y frente al niño una niña, con la manos levantadas para recibir una pelota que nunca llegó.

Los cinco puntos de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota quedaban. El resto era una delgada capa carbonizada.

La suave lluvia del riego llenó el jardín con una luz descendente.

Hasta este día, qué bien que se había conservado la casa. Con cuánto cuidado había preguntado "¿Quién está ahí?", "¿Cuál es la clave de acceso?" y, al no obtener respuesta de los solitarios zorros y plañideros gatos, había cerrado sus ventanas y bajado los postigos con una preocupación de solterona por la autoprotección, que rayaba en paranoia mecánica.

La casa temblaba con cualquier sonido. Si un gorrión rozaba una ventana, el postigo se activaba. El ave, asustada, ¡se alejaba! No, ¡ni siquiera un ave debe tocar la casa!

La casa era un altar con diez mil servidores, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses se habían ido y el ritual de la religión continuaba sin sentido ni utilidad.

Mediodía

Un perro aulló suavemente, temblando, en la galería frontal. La puerta del frente reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, alguna vez enorme y gordo, pero ahora en los huesos y cubierto de llagas, entró y recorrió la casa, dejando un rastro de lodo. Detrás de él se movieron los ratones enojados, enojados por tener que levantar el lodo, enojados por la molestia.

Porque ni un fragmento de hoja se colaba bajo la puerta, sino cuando los paneles de los muros se abrían y entonces las ratas con cepillos de metal rápidamente lo sacaban. El polvo, pelo o papel ofensor, atrapado en diminutas fauces de acero, se llevaba rápido a las madrigueras. De ahí iba de bajada por tuberías que desembocaban en el sótano, para arrojarlo a la ventanita abierta de un incinerador sentado como un Baal maligno en un oscuro rincón.

El perro corrió escaleras abajo, aullando histéricamente frente a cada puerta, dándose cuenta al fin, al mismo tiempo que la casa, que sólo había silencio.

Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta, la estufa estaba haciendo panqueques que llenaban la casa con un rico olor a horneado y con el aroma de la miel de maple.

El perro echaba espuma por la boca, tirado frente a la puerta, olfateando, con los ojos transformados en ascuas. Corrió ciegamente en círculos, mordiéndose la cola, cayó en una especie de frenesí y murió. Quedó tirado en la sala durante una hora.

Dos en punto, cantó una voz.

Detectando delicadamente la descomposición, por fin, los regimientos de ratones salieron con tanta suavidad como hojas grises llevadas por un viento eléctrico.

Dos quince.

El perro había desaparecido.

En el sótano, el incinerador brilló de pronto y en un remolino de chispas salió por la chimenea.

Dos treinta y cinco.

Surgieron mesa de bridge de las paredes del patio. Revolotearon los naipes cayendo en cascada. Se manifestaron Martinis sobre una banca de roble, acompañados por emparedados de ensalada y huevo. Se escuchó música.

Pero las mesas estaban en silencio y los naipes sin tocar.

A las cuatro en punto las mesas se doblaron como grandes mariposas regresando a través de los paneles de las paredes.

Cuatro treinta.

Brillaron las paredes del cuarto de los niños.

Tomaron forma los animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes color de rosa, panteras lila haciendo cabriolas en una sustancia cristalina. Las paredes eran de cristal. Daban hacia el color y la fantasía. Filmes ocultos entraron en funcionamiento a través de engranajes bien aceitados y las paredes cobraron vida. El piso del cuarto de los niños estaba tejido para parecer una pradera sembrada con cereales. ¡Sobre esto corrieron cucarachas de aluminio y grillos de hierro, y en el caliente aire inmóvil, mariposas de delicada tela roja se balancearon en un fuerte aroma de huellas animales! Se escuchaba un sonido semejante a una gran colmena amarilla dentro de un oscuro fuelle, el perezoso sonido de un león que ronroneaba. Y el golpeteo de patas de okapí y el murmullo de fresca lluvia selvática, al igual que el de otros cascos, sobre el pasto seco del verano. Ahora las paredes se disolvieron hacia distancias cubiertas por diversas hierbas, milla a milla, y hacia un cálido celaje infinito. Los animales se alejaron hacia zarzales y abrevaderos.

Era la hora de los niños.

Cinco en punto.

El baño se llenó con clara agua caliente.

Seis, siete, ocho en punto.

Los platos de la cena manipulados como si fueran trucos de magia y en el estudio un clic. En el atril metálico frente al hogar, en el que ahora brillaba cálidamente el fuego, surgió un habano, con media pulgada de suave ceniza gris, humeando, en espera.

Nueve en punto.

Las camas calentaron sus circuitos ocultos porque aquí las noches eran frías.

Nueve cinco.

Una voz habló desde el techo del estudio.

"Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría esta noche?"

La casa estaba silenciosa.

La voz dijo por ultimo: "Ya que usted no expresa preferencia, seleccionaré un poema al azar". Surgió suave música como fondo para la voz. "Sara Teasdale. Según recuerdo, su favorita...

Llegarán suaves lluvias y el aroma de la tierra,
y golondrinas volando en círculos con suave aleteo;
Y ranas en los estanques cantarán por la noche,
y los ciruelos silvestres de trémulo blanco.
Los petirrojos vestirán su emplumada llama,
cantando sus antojos sobre una baja alambrada.
Y nadie sabrá de la guerra, nadie
se preocupará al final cuando haya concluido.
A nadie le importará, ni a ave ni a árbol,
si la humanidad pereció por completo;
Y la Primavera misma, cuando despierte al amanecer
apenas se dará cuenta de que desaparecieron".

El fuego ardió en el hogar de piedra y el habano cayó formando un montículo de ceniza inmóvil sobre el cenicero. Las sillas vacías se enfrentaron unas a otras entre los muros silenciosos y la música continuó.

A las diez en punto la casa empezó a morir.

El viento sopló. Una rama de árbol penetró al caer a través de la ventana de la cocina. Solvente de limpieza, embotellado, salpicó la estufa. ¡El cuarto quedó en llamas en un instante! "¡Fuego!" grito una voz. Las luces de la casa destellaron, las bombas de agua lanzaron agua desde el techo, pero el solvente se extendió sobre el linóleum, lamiendo, devorando bajo la puerta de la cocina mientras las voces se transformaron en coro: "¡Fuego, fuego, fuego!"

La casa intentó salvarse a sí misma. Las puertas cerraron herméticamente, pero el calor rompió las ventanas y el viento sopló y avivó el fuego. La casa perdió terreno conforme el fuego, en 10 millones de furiosas chispas, se desplazó con flameante facilidad de un cuarto a otro y subió las escaleras. Mientras, escurridizas ratas de agua salieron chillando de los muros, lanzaron su agua a lo lejos y salieron a conseguir más. Y el rocío de los muros dejó caer regaderas de lluvia mecánica.

Pero era demasiado tarde. Con un suspiro, una bomba se detuvo. La lluvia extinguidora cesó. El suministro de reserva de agua que había proporcionado baños y lavado trastos durante muchos tranquilos días se había terminado.

El fuego crepitó subiendo las escaleras. Se alimentó con Picassos y Matisses en las salas superiores, como si fueran bocados exquisitos, horneando la carne aceitosa, transformando con ternura los lienzos en crujientes trozos negros.

¡Ahora el fuego se posó en las camas, estuvo en las ventanas, cambió el color de las cortinas!

Y entonces llegaron refuerzos.

Surgiendo de las trampas del ático, ciegos rostros robot vieron hacia abajo con las bocas de grifo dejando caer químicos verdes.

El fuego retrocedió, como incluso un elefante debe hacerlo al ver una serpiente muerta. Ahora había veinte serpientes desplazándose por el suelo, exterminando el fuego con un claro veneno frío de espuma verde.

Pero el fuego era inteligente. Había enviado flamas fuera de la casa, hacia arriba, atravesando el ático hasta llegar a las bombas que ahí estaban. ¡Una explosión! El cerebro del ático que controlaba las bombas se despedazó en una metralla de bronce que cayó sobre las vigas.

El fuego se apresuró a entrar a cada armario y se apoderó de las ropas ahí colgadas.

La casa se estremeció, hueso de nogal sobre hueso; su esqueleto desnudo retorciéndose por el calor, su alambre, sus nervios revelados como si un cirujano hubiera arrancado la piel para dejar las venas y capilares rojos en el aire rojo escaldado. ¡Ayuda, ayuda! ¡Fuego! ¡Corran, corran! El fuego destrozó los espejos como si fueran el primer frágil hielo invernal y las voces plañeron fuego, fuego, corran, corran, como una trágica rima infantil, una docena de voces, agudas, graves, como niños muriendo en un bosque, solos, solos. Y las voces apagándose conforme los cables perdieron sus cubiertas como si fueran castañas calientes, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron.

En el cuarto de los niños la selva tropical ardió. Los leones azules rugieron, las jirafas púrpura saltaron. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales, corriendo frente al fuego, desaparecieron hacia un distante río hirviente...

Diez voces más murieron. En el último instante, bajo la avalancha de fuego, otros coros, sin darse cuenta, podían escucharse dando la hora, ejecutando música, cortando el césped a control remoto o colocando frenéticamente una sombrilla, y en el brusco abrir y cerrar de la puerta del frente sucediendo mil cosas, como una relojería cuando cada reloj suena la hora de manera insana antes o después del otro, una escena de confusión maníaca y sin embargo de unidad. ¡Cantando, gritando, unos cuantos últimos ratones de limpieza se enfrentaban con bravura a la tarea de llevar las horribles cenizas lejos! Y una voz, con sublime despreocupación por la situación, leía poesía en voz alta en el feroz estudio, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se marchitaron y los circuitos se agrietaron.

El fuego hizo explotar la casa y la dejo caer, arrojando oleadas de chispa y humo.

En la cocina, un instante antes de la lluvia de fuego y madera, se podía ver la estufa preparando desayunos a una velocidad sicopática, diez docenas de huevos, seis hogazas de pan tostado, veinte docenas de tiras de tocino, los cuales, consumidos por el fuego, hicieron que la estufa trabajara otra vez ¡silbando histéricamente!

Colapso. El ático cayó sobre la cocina y la sala. La sala en el desván, el desván en el subdesván. El congelador, la mecedora, las cintas de película, los circuitos, las camas, todos como esqueletos arrojados en un profundo túmulo acumulado.

Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.

El amanecer apareció débilmente al este. Entre las ruinas, un muro permaneció solo. Dentro del muro, una última voz dijo, una y otra vez, incluso cuando el sol se levantó para iluminar las ruinas y el vapor:

"Hoy es agosto 5, 2026; hoy es agosto 5, 2026, hoy es..."

DE QUÉ HUYEN LOS BESOS

¡Miren qué lindo esto que encontré!

 
DE QUÉ HUYEN LOS BESOS


De los gritos y de los cronómetros,
... del exceso de perfume o maquillaje,
los besos huyen de las órdenes y la impaciencia,
de las noches que se vuelven tristes de pronto.
A veces se asustan del ajo,
como los vampiros, y de la cebolla;
del miedo se asustan casi siempre.
Los besos huyen
de las mentiras, de la repetición desmesurada,
de esos días en los que todo sale mal
¡Ah!, y al contacto con los celos,
son retráctiles como cuernos de caracol,
Cuando ven a una madrastra envidiosa,
a un perro gruñón o un murciélago rojo,
los besos se desvanecen
dejando en el aire un polvillo de mariposa.



Publicado por Club de lectura de la Biblioteca Torrente
Silvia Paglieta

TRAILER DE "LA CANTANTE CALVA"

Luego de haber conversado acerca del Teatro del Absurdo y de haber comenzado la lectura en clase de la obra de Ionesco, les acerco un trailer para que vean qué puede hacer el director teatral a partir del texto. ¿Qué idea se habían formado ustedes del ambiente y los personajes?

La clase próxima terminaremos la lectura del texto y después...¡que la vida nos sorprenda!

COMO SI EL RUIDO PUDIERA MOLESTAR

¡Qué tristes y qué vacíos nos deja la partida de un amigo!Acaba de fallecer el escritor Gustavo Roldán. Seguro que alguna vez les contaron o leyeron sus magníficas narraciones.

 

Hoy publicaron en el sitio del Plan Nacional de Lectura: 

"Gustavo Roldán fue un militante de la lectura y un maestro de la palabra. Aunque hoy la emoción nos anude la voz, el tigre, el piojo, el yacaré, el elefante, el bicho colorado, el sapo, el quirquincho, seguirán conversando a la vera del río.

El universo Roldán habita en nosotros, en nuestros chicos y en todas las escuelas del país, en más de 4.000.000 de ejemplares de sus cuentos. El ruido del agua, la humedad de la selva, la noche estrellada, las mareas que suben, son también nuestra geografía.

Gracias Gustavo por abrirnos a ese mundo maravilloso".

Por si no lo conocen, acá va una de sus historias. 

 

Como si el ruido pudiera molestar

Fue como si el viento hubiera comenzado a traer las penas. Y de repente todos los animales se enteraron de la noticia. Abrieron muy grandes los ojos y la boca, y se quedaron con la boca abierta, sin saber qué decir.

Es que no había nada que decir.

Las nubes que trajo el viento taparon el sol. Y el viento se quedó quieto, dejó de ser viento y fue un murmullo entre las hojas, dejó de ser murmullo y apenas fue una palabra que corrió de boca en boca hasta que se perdió en la distancia.

Ahora todos lo sabían: el viejo tatú estaba a punto de morir.

Por eso los animales lo rodeaban, cuidándolo, pero sin saber qué hacer.

—Es que no hay nada que hacer —dijo el tatú con una voz que apenas se oía—. Además, me parece que ya era hora.

Muchos hijos y muchísimos nietos tatucitos miraban con una tristeza larga en los ojos.

—¡Pero, don tatú, no puede ser! —dijo el piojo—, si hasta ayer nomás nos contaba todas las cosas que le hizo al tigre.

—¿Se acuerda de las veces que lo embromó al zorro?

—¿Y de las aventuras que tuvo con don sapo?

—¡Y cómo se reía con las mentiras del sapo!

Varios quirquinchos, corzuelas y monos muy chicos, que no habían oído hablar de la muerte, miraban sin entender.

—¡Eh, don sapo! —dijo en voz baja un monito—. ¿Qué le pasa a don tatú? ¿Por qué mi papá dice que se va a morir?

—Vamos, chicos —dijo el sapo—, vamos hasta el río, yo les voy a contar.

Y un montón de quirquinchos, corzuelas y monitos lo sigueron hasta la orilla del río, para que el sapo les dijera qué era eso de la muerte.

Y les contó que todos los animales viven y mueren. Que eso pasaba siempre, y que la muerte, cuando llega a su debido tiempo, no era una cosa mala.

—Pero don sapo —preguntó una corzuela—, ¿entonces no vamos a jugar más con don tatú?

—No. No vamos a jugar más.

—¿Y él no está triste?

—Para nada. ¿Y saben por qué?

—No, don sapo, no sabemos...

—No está triste porque jugó mucho, porque jugó todos los juegos. Por eso se va contento.

—Claro —dijo el piojo—. ¡Cómo jugaba!

—¡Pero tampoco va a pelear más con el tigre!

—No, pero ya peleó todo lo que podía. Nunca lo dejó descansar tranquilo al tigre. También por eso se va contento.

—¡Cierto! —dijo el piojo—. ¡Cómo peleaba!

—Y además, siempre anduvo enamorado. También es muy importante querer mucho.

—¡Él sí que se divertía con sus cuentos, don sapo! —dijo la iguana.

—¡Como para que no! Si más de una historia la inventamos juntos, y por eso se va contento, porque le gustaba divertirse y se divirtió mucho.

—Cierto —dijo el piojo—. ¡Cómo se divertía!

—Pero nosotros vamos a quedar tristes, don sapo.

—Un poquito sí, pero... —la voz le quedó en la garganta y los ojos se le mojaron al sapo —. Bueno, mejor vamos a saludarlo por última vez.

—¿Qué está pasando que hay tanto silencio? —preguntó el tatú con esa voz que apenas se oía—. Creo que ya se me acabó la cuerda. ¿Me ayudan a meterme en la cueva?

Al piojo, que estaba en la cabeza del ñandú, se le cayó una lágrima, pero era tan chiquita que nadie se dio cuenta.

El tatú miró para todos lados, después bajó la cabeza, cerró los ojos, y murió.

Muchos ojos se mojaron, muchos dientes se apretaron, por muchos cuerpos pasó un escalofrío.

Todos sintieron que los oprimía una piedra muy grande.

Nadie dijo nada.

Sin hacer ruido, como si el ruido pudiera molestar, los animales se fueron alejando.

El viento sopló y sopló, y comenzó a llevarse las penas. Sopló y sopló, y las nubes se abrieron para que el sol se pusiera a pintar las flores. El viento hizo ruido con las hojas de los árboles y silbó entre los pastos secos.

—¿Se acuerdan —dijo el sapo— cuando hizo el trato con el zorro para sembar maíz?

Gustavo Roldán 

PARA LEER POR LEER

Leamos un cuento de María Teresa Andruetto, nuestra compatriota cordobesa ganadora del premio Hans Christian Andersen, el galardón más importante de la literatura infantil y juvenil

El Arbol de las Lilas


UNO
... Él se sentó a esperar bajo la sombra de un árbol florecido de lilas.

Pasó un señor rico y le preguntó: ¿Qué hace sentado bajo este árbol, en vez de trabajar y hacer dinero?
Y el hombre le contestó:
Espero.

Pasó una mujer hermosa y le preguntó: ¿Qué hace sentado bajo este árbol, en vez de conquistarme?
Y el hombre le contestó:
Espero.


Pasó un niño y le preguntó: ¿Qué hace Usted, señor, sentado bajo este árbol, en vez de jugar?
Y el hombre le contestó:
Espero.

Pasó la madre y le preguntó: ¿Qué hace este hijo mío, sentado bajo un árbol, en vez de ser feliz?
Y el hombre le contestó:
Espero.


DOS
Ella salió de su casa.
Cruzó la calle, atravesó la plaza y pasó junto al árbol florecido de lilas.
Miró rápidamente al hombre.
Al árbol.
Pero no se detuvo.
Había salido a buscar, y tenía prisa.

El la vio pasar,
alejarse,
volverse pequeña,
desaparecer.
Y se quedó mirando el suelo nevado de lilas.

Ella fue por el mundo a buscar.
Por el mundo entero.

En el Este había un hombre con las manos de seda.
Ella preguntó:
¿Sos el que busco?
Lo siento, pero no,
dijo el hombre con las manos de seda.
Y se marchó.

En el Norte había un hombre con los ojos de agua.
Ella preguntó:
¿Sos el que busco?
No lo creo, me voy,
dijo el hombre con los ojos de agua.
Y se marchó.

En el Oeste había un hombre con los pies de alas.
Ella preguntó:
¿Sos el que busco?
Te esperaba hace tiempo, ahora no,
dijo el hombre con los pies de alas.
Y se marchó.

En el Sur había un hombre con la voz quebrada.
Ella preguntó:
¿Sos el que busco?
No, no soy yo,
dijo el hombre con la voz quebrada.
Y se marchó.

TRES
Ella siguió por el mundo buscando, por el mundo entero.
Una tarde, subiendo una cuesta, encontró a una gitana.
La gitana la miró y le dijo:
El que buscas espera, bajo un árbol, en una plaza.

Ella recordó al hombre con los ojos de agua, al que tenía las manos de seda, al de los pies de alas y al que tenía la voz quebrada.
Y después se acordó de una plaza, de un árbol que tenía flores lilas, y del hombre que estaba sentado a su sombra.

Entonces se volvió sobre sus pasos, bajó la cuesta, y atravesó el mundo. El mundo entero.
Llegó a su pueblo, cruzó la plaza, caminó hasta el árbol y le preguntó al hombre que estaba sentado a su sombra:
¿Qué hacés aquí, sentado bajo este árbol?

Y el hombre dijo con la voz quebrada:
Te espero.
Después él levantó la cabeza y ella vio que tenía los ojos de agua,
la acarició y ella supo que tenía las manos de seda,
la llevó a volar y ella supo que tenía también los pies de alas.


"El Arbol de las Lilas", María Teresa Andruetto, Comunicarte, 2006

CONOZCAMOS MÁS A BORGES

            

 En clase hablamos tanto de Borges como narrador que me siento en deuda con su costado lírico.

Les acerco un poema que lo pinta en cuerpo y alma.

POEMA DE LOS DONES

Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.

De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz, que sólo pueden
leer en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos que ceden

las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos,
arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría.

De hambre y de sed (narra una historia griega)
muere un rey entre fuentes y jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esta alta y honda biblioteca ciega.

Enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías,
símbolos, cosmos y cosmogonías
brindan los muros, pero inútilmente.

Lento en mi sombra, la penumbra hueca
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca.

Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas cosas;
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la sombra.

Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado
los mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido
mundo que se deforma y que se apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido.

Jorge Luis Borges, 1960

UN CUENTO DE CARNAVAL

Carnaval, tiempo de permiso para lo prohibido, de ser otro aunque sólo sea por un rato. Tiempo en que la vida y la muerte están tan cerca...

Les acerco un excelente cuento de Humberto Constantini que leí hace muchos años, a instancias de un docente del profesorado de Letras, el profesor Julio Arch, admirador -como yo- de Cortázar. 

 
          UN BOMBO QUE SUENA LEJOS   

E hizo lo recto en ojos de Jehová

II Cron. 34,2

Este año no salimos. Me lo dijo el César. Y hacía morisquetas para no llorar. ¡Si será pavo!

Pero Los Divertidos salen. Te lo digo yo César. Te lo digo yo que soy el director. El sábado estoy mejor y salimos.

¿Qué? ¿No creés? ¿No ves que sos un pavo? ¿no ves Coco que éste es un pavo?

Pero el Coco se miraba los pies y no decía nada. Andaba como perdido, sin saber qué hacer en la pieza. Che Coco, ¿qué te pasa? ¡Che Coco!

El frío. ¿Por qué tiene que venir esto? El frío es como una mano que me agarra. Como un diablo que me dice: Estaré ahí, Barraza, no te muevas. ¡No quiero! ¡Sáquenmelo de encima al diablo! ¡Si yo estoy bien!, ¿no viste cómo bailaba Coco?

Tengo frío. En la ventana el cielo se está poniendo rojo. ¿Qué hora es? Hay que prepararse Coco. Avisale a todos.

El bombo. ¿Trajiste el bombo Coco?

Y el Coco se callaba la boca. Miraba el suelo.

¿Por qué Coco? ¿Por qué te callás la boca y andás como escondiéndote? ¿Vos Coco? ¿El mejor tocador de bombo? ¡Que no se diga!

Porque vos sos el mejor de todos. Sin vueltas. Cuando te dejamos solo hacés lo que querés con el bombo. La gente te aplaude. Se vuelve loca. Por la espalda, por abajo la pata. ¡Dale Coco! ¡Más fuerte Coco! ¡Más ligero! ¡Dale Coco!

Pero yo soy el director. Yo siempre fui el director. ¿No es cierto Coco? Este año, y el año pasado, y el otro, y el otro. Siempre.

La murga de Barraza, le dicen a Los Divertidos. Eso vos lo sabés.

Yo seré un negro atorrante. Está bien. Por ahí salgo con el carrito y vendo fruta. Por ahí changueo en lo que venga. Por ahí no hago nada. Te acompaño cuando vas a trabajar al Parque o me quedo jodiendo en el boxing-club. Una semana, un mes, lo que sea.

Pero en Carnaval soy el director. Soy Ovidio Barraza. La gente me llama, me conoce, me dice: ¡chau Barraza! Y me miran como embobados.

No soy un negro atorrante. Soy el director.

¡Coco! ¡No te quedés callado como un pavo! ¡tanto que me hacías reír en el Parque y ahora te quedás allí, quieto, como si tuvieras miedo o no sé qué!

¿Te acordás Coco? ¡Tres pelotas un peso! ¡Tírele al negro! Vos también sos un negro atorrante, sos mi primo. Sos un negro atorrante como yo. ¡Mucho Coco! Sacabas la cabeza por la lona y te reías. La cargabas a la gente. ¡Tres pelotas un peso! ¿Te acordás Coco?

Pero no le pegaban. El Coco sabía esquivar. Había aprendido en el boxing-club. Era bueno antes.

El Coco es el mejor tocador de bombo. El mejor de todos. Los Divertidos lo necesitan y él se viene. Pero no es lo mismo que yo.

Si yo le digo por ejemplo: este año no salimos. Él me dice: está bien. Y el César y mi hermano Julio, y todos se amargarían un poco pero al final dirían: está bien.

Pero yo no digo: ¡está bien! ¿Entendés César? Yo no digo: no salimos. Porque yo soy Ovidio Barraza. Soy el director.

¡Atención muchachos!

—Vos César, allí con el estandarte. Vos Coco, allí al costado. Vos Julio en el medio conmigo. ¡Ahora!

Y póngale y póngale y póngale nomás
y póngale y póngale y póngale nomás.

Y la gente nos hacía rueda en la esquina. Se apretaban para mirar. Venían de todos lados.

El Coco le pegaba al bombo y a los platillos. El César movía el estandarte. Bum... chs chs chs, bumm... chs chs chs.

Y los otros bailaban. Yo les había enseñado. Movían el cuerpo, los brazos, saltaban. Bumm... chs chs chs, bumm chs chs chs.

Y Julio me seguía, bailaba delante de mí. Pero yo en el medio. Saltando más que los otros, más alto, más ligero. Porque soy el director. Y nadie baila como Barraza, ¿no es cierto Coco?

Abría la boca, me levantaba en el aire, me doblaba, más alto, mucho más alto que los otros. Bumm... chs chs chs, bumm... chs chs chs.

Después levantaba el brazo y el Coco paraba el bombo. Todos se quedaban quietos. Me escuchaban.

Un pajarito entró
por el patio de un convento
qué contentas estaban las monjas
con el pajarito adentro.
Y póngale y póngale y póngale nomás,
y póngale y póngale y póngale nomás.

En la calle. Bajo el farol de la esquina. Viendo cómo los pantalones blancos y las levitas coloradas se sacudían en el aire. ¡Dale Coco! ¿Más fuerte Coco!

Tengo frío. En la ventana el cielo está rojo. Y el cielo tiene ruidos. Los pibes, un carro que pasa. ¿Por qué empiezan ya? ¿Por qué no esperan a Los Divertidos?

¡Carmen!

Los muchachos no están. Estoy solo. La pieza. Ese cajón con los remedios. Coco está trabajando en el Parque. El César no entiende nada.

¡Carmen!

Mi hermana está en la cocina. Oigo el ruido de la pileta.

¡Carmen!

Algo más para taparme, che, tengo frío.

El frío debe venir de ese cielo rojo. Se mete debajo de las cobijas. Hace mover la cama.

Pero el sábado estoy mejor y salimos. Te lo digo yo, César. Vos no entendés nada. Te lo digo yo que soy el director.

¡Atención muchachos!

Y cantábamos otra y otra. Todo el repertorio. Todas las letras que hice yo.

La gente se entusiasmaba y aplaudía y daba la plata sin fijarse. Porque Los Divertidos es la murga de Barraza. La mejor de todas.

¡Dale Coco! ¡Más fuerte Coco!

Y nos íbamos yendo en fila por la calle. Bailando. Julio delante de mí dando vueltas. El César moviendo el estandarte. Y los demás saltando, agachándose, bailando fuerte, mostrando resto ¡qué joder! Por algo somos Los Divertidos.

Y póngale y póngale y póngale nomás,
y póngale y póngale y póngale nomás.

Y de ahí a otro lado. Y de ahí al corso. Y a otro corso. Y al baile. Y otra vez en la calle. Cinco, seis, siete veces, ¡qué sé yo! Sin parar una noche. Sin aflojar. Porque Los Divertidos no aflojan.

¡Dale Coco!

El sábado, el domingo, chupando, cantando, bailando en forma. El lunes, el martes, meta y meta nomás. Entusiasmando a la gente. ¡Chau Barraza! ¡Chau pibe! Porque yo soy el director.

Al corso del Talar entramos por Argerich. La gente nos esperaba. Nos conoce bien. Es el corso nuestro. ¡Barraza!, me gritaban, pero yo no podía mirar. Tenía que atender a la murga. ¡No se separen muchachos! Y fuimos llegando al palco uno por uno.

¿Qué? ¿Ya estuvieron Los Revoltosos? ¿Los de Urquiza? Pero el premio es nuestro. Estate tranquilo. ¡Dale Coco!

Y el Coco nos hacía bailar más fuerte, más ligero. Porque el corso del Talar es el nuestro. Se jugaba entero el Coco.

Se quedó solo en el medio y todos nos quedamos quietos viéndolo tocar. ¡Dale Coco! ¡Mucho Coco!, le gritaban.

Por la espalda, por abajo la pata, por atrás del pescuezo. Hace lo que quiere con el bombo el Coco.

Estoy cansado Julio, no sé lo que tengo.

Las piernas me pesaban. Las luces me daban vueltas.

Salimos del corso y fuimos a tomar una copa. Tomé dos cañas. Después nos convidaron de las mesas y tomamos vino. La gente se había amontonado en el café y nos pedía que cantáramos.

Pero a mí me dolía todo. Me pesaba el cuerpo.

Dale Coco. Y el Coco empezó a golpear el bombo despacito, para que fuéramos haciendo la rueda.

Estaba cansado. Ya era la cuarta noche. Pensé que casi no había comido. Chupado sí, pero comido casi nada. Ha de ser eso nomás.

Pero después entre la caña y el vino se me empezó a ir el cansancio.

¡Dale Coco! Ahora.

Un pajarito entró
por el patio de un convento

Las caras de la gente se me borraban. El bombo tocaba lejos, lejos.

Qué contentas estaban las monjas

La voz me parecía de otro. Julio me preguntó: ¿qué te pasa?

Con el pajarito adentro...

¡Solo Barraza!, me decían. Y yo bailé. No lo sentía al cuerpo. Me agachaba, saltaba en el aire. Más alto, más arriba que todos. Para eso soy el director. La gente aplaudía. Alguien dijo: es bueno el negro.

¡Y claro que somos buenos! Somos Los Divertidos. Los mejores.

El premio es nuestro. Estate tranquilo Julio. No tienen nada que hacer Los Revoltosos.

Y póngale y póngale y póngale nomás,
y póngale y póngale y póngale nomás.

Toda la noche. Hasta la madrugada.

Fue recién al volver. No sé que me pasó. Estaba muy cansado. Tenía frío. En eso sentí como un ahogo y me agarré a Julio. Me metieron en el camión y me llevaron.

Las luces eran espejitos de colores que pasaban volando allá arriba.

¿Adónde van las luces Julio?

La levita colorada agarrándome la frente. Y un zumbido largo, largo, contra el brazo de Julio. Un algodón que me tapaba los ruidos.

¿Dónde quedaron los muchachos? Mañana a las cinco en casa, ¿oíste?

Eso me llenaba la boca, que me ahogaba.

El camión metiéndose en calles conocidas. La música de un baile. Las gomas chillando al pegar las vueltas. Los árboles de la plaza de Devoto.

Julio, ¿qué te dijeron en el hospital? Yo no entiendo eso.

Hoy lo oí al de la asistencia. ¿Qué quiere decir?

¡Está loco el tipo! El sábado estoy mejor y salimos. Se lo digo yo doctor. Usted no entiende nada, ¿me oye?

La ventana está roja. Como si tuviera fiebre.

Y sin embargo me manda el frío mezclado con las voces de la calle. Y entre las voces... sí sí, ¡un bombo! ¿Quién toca el bombo ahora? ¡Coco! ¡Coco!

Pero el Coco no es. Está trabajando en el Parque. Y yo estoy aquí. El frío me agarra, no me deja mover. ¡El bombo! ¿De dónde viene el bombo?

¡Coco! ¡Vos saliste solo! Estás tocando en la esquina y la gente te aplaude. ¡Dale Coco! ¡Más fuerte Coco!

No no no. Coco se miraba los pies y no sabía qué hacer aquí. Y el César hacía morisquetas para no llorar.

Julio, ¿qué quiere decir galopante? Yo no entiendo nada Julio. Yo no me voy a morir. Porque yo soy el director. ¿No es cierto Julio?

Tengo frío. Las cosas me miran y tampoco entienden nada. Me dejan solo.

¡Julio! ¡Julio!

No quiero estar solo. Por la ventana llega el cielo y me trae el frío. El bombo suena lejos. ¿En qué barrio? Pero viene por el aire y se mete en la pieza.

Hacelo callar Carmen. ¡Andá vos Coco! Sacale el bombo de la mano. Mostrale lo que sabés hacer. ¡Dale Coco! ¡Más fuerte Coco! ¡Más ligero!

Un pajarito entró
por el patio de un convento
qué contentas estaban las monjas
con el pajarito adentro.

No soy un negro atorrante. Soy Ovidio Barraza. Soy el director.

La ventana está roja. Toda la pieza está roja.

¿Por qué no decís nada Coco? ¿De veras pensás que estoy listo? ¿Es cierto Coco? ¿Es cierto que me voy a morir?

¡Vamos a buscarlo al bombo! ¡Vamos a toparnos! Yo soy el director y me paro adelante. ¡Dale Coco! ¡Más fuerte Coco!

Por la ventana roja. El frío que viene del cielo.

Acercate Coco. Dame la mano. Te acordás cuando sacabas la cabeza por la lona. Pero no te pegaban. Sabías esquivar.

Lloro sí. Lloro porque el Carnaval se me escapa. Es un bombo que suena lejos, en otro barrio. Y yo no puedo correrlo.

¡Dale Coco! ¡Correlo vos Coco!

Los Divertidos no salen. Los Divertidos están mirando esa ventana roja por donde se mete el frío.

Y el frío viene mezclado con los golpes de un bombo. Pero no es el tuyo Coco. Es otro bombo.

¡Chau Barraza! Y yo levantaba la mano para saludar.

Decíselo vos Coco. Decile a la gente. El negro Barraza muere en su ley. Muere el director de Los Divertidos. No un negro atorrante.

Decíselo vos Coco.

¡Dale Coco! ¡No parés Coco! ¿No ves que la ventana se pone negra? ¿No ves que se está tapando el cielo?

¡Dale Coco! ¡Más fuerte Coco!

Humberto Costantini 

 (Buenos Aires, 1924 - Buenos Aires, 1987) fue poeta, narrador y dramaturgo.Costantini ejerció a lo largo de su vida, junto a su casi secreta labor de investigador científico, los más diversos oficios: veterinario en pueblos de campaña, oficinista, corredor de comercio, ceramista, etc. Estas actividades le ayudaron a profundizar en el conocimiento y los matices que forman las capas medias de nuestra sociedad, con cuyos caracteres y lenguajes enriqueció su prosa. Heredero del grupo de Boedo y de la preocupación social que lo definiera, Costantini participó y militó en las revistas literarias de izquierda de la década del 50 en las que se manifestó de manera polémica contra el populismo y el pintoresquismo naturalista. Fue por entonces cuando publicó sus primeros cuentos, de temática realista y estilo expresionista. A lo largo de su obra, Costantini construyó una personalidad literaria definida, que se valía de distintos recursos como los símbolos y las alegorías, los monólogos interiores de sus personajes, la literatura fantástica, el realismo mágico, el costumbrismo y hasta la mitología clásica, para abordar la que fuera, en definitiva, su principal obsesión: la alienación del hombre en una sociedad hostil.  

CUENTO DE HORROR

 [images[32].jpg]La señora Smithson (estas cosas siempre suceden en Londres) resolvió matar a su marido. No por nada, sino porque -simplemente- estaba harta de él. Se lo dijo: 

- Thaddeus, voy a matarte.

-Bromeas, Euphemia - se rió el marido. 

-¿Cuándo he bromeado yo? 

-Nunca, es verdad. 
-¿Por qué habría de hacerlo ahora y en un asunto de tanta importancia? 
-¿Y cómo me matarás? 
-Todavía no lo sé. Quizás poniéndote todos los días una pizca de arsénico en las comidas. Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera, aprovecharé cuando estés dormido para destrozarte el cráneo con un candelabro de plata maciza, conectaré a la bañera un cable de la electricidad. No, todavía no lo sé. 
El señor Smithson perdió el sueño y el apetito, se enfermó de los nervios y se le alteraron las facultades mentales. Seis meses después falleció. 
Euphemia Smithson le agradeció a Dios haberla librado de ser una asesina. 
  
Marco Denevi

CUENTO DE TERROR PARA UNA TARDE LLUVIOSA

  ¿Te gusta que te cuenten historias de terror?¿Conocés los cuentos de Horacio Quiroga? Acá va uno que te va a poner los pelos de punta, casi casi como la última prueba de Lengua. ¡Que lo disfrutes!

 

PREMIO NOBEL DE LITERATURA 2010

 

El escritor peruano Mario Vargas Llosa fue distinguido con el Premio Nobel de Literatura, máximo galardón que le fuera esquivo a nuestro Jorge Luis Borges.

Político polémico pero escritor de cualidades indiscutibles, finalmente recibió esta merecida distinción.

Autor de Los cachorros, La ciudad y los perros, La tía Julia y el escribidor, La casa verde, Conversación en la catedral, Pantaleón y las visitadoras, Los cuadernos de Don Rigoberto,La fiesta del Chivo, Historia de Mayta, ¿Quién mató a Palomino Molero?, entre otras obras inolvidables que dan cuenta de una prosa exquisita y representativa de los mejores sonidos latinoamericanos.

Vaya como muestra el comienzo de La ciudad y los perros

—Cuatro —dijo el Jaguar. 

Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el globo de luz difundía por el recinto, a través de escasas partículas limpias de vidrio: el peligro había desaparecido para todos, salvo para Porfirio Cava. Los dados estaban quietos, marcaban tres y uno, su blancura contrastaba con el suelo sucio.

—Cuatro —repitió el Jaguar—. ¿Quién?

—Yo —murmuró Cava—. Dije cuatro.

 —Apúrate —replicó el Jaguar—. Ya sabes, el segundo de la izquierda.

Cava sintió frío. Los baños estaban al fondo de las cuadras, separados de ellas por una delgada puerta de madera, y no tenían ventanas. En años anteriores, el invierno sólo llegaba al dormitorio de los cadetes, colándose por los vidrios rotos y las rendijas; pero este año era agresivo y casi ningún rincón de] colegio se libraba del viento, que, en las noches, conseguía penetrar hasta en los baños, disipar la hediondez acumulada durante el día y destruir su atmósfera tibia. Pero Cava había nacido y vivido en la sierra, estaba acostumbrado al invierno: era el miedo lo que erizaba su piel.

Si querés seguir leyendo on line, podés hacerlo en

http://www.hacer.org/pdf/Vargasllosa04.pdf

OLIVERIO GIRONDO

   Exvoto

Las chicas de Flores tienen los ojos dulces como las almendras azucaradas
de la Confitería del Molino, y usan moños de seda que les liban las nalgas en
un aleteo de mariposa.
Las chicas de Flores se pasean tomadas de los brazos, para transmitirse sus
estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas, de
miedo de que el sexo se les caiga en la vereda.
Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin madurar del ramaje de hierro
de los balcones, para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas,
y de noche, a remolque de sus mamás –empavesadas como fragatas- van a
pasearse por la plaza, para que los hombres les eyaculen palabras al oído, y
sus pezones fosforescentes se enciendan y se apaguen como luciérnagas.
Las chicas de Flores viven en la angustia de que las nalgas se les pudran,
como manzanas que se han dejado pasar, y el deseo de los hombres las
sofoca tanto, que a veces quisieran desembarazarse de él como de un corsé,
ya que no tienen el coraje de cortarse el cuerpo a pedacitos y arrojárselo a
todos los que les pasan la vereda.

Llorar a lágrima viva...

Llorar a lágrima viva.
Llorar a chorros.
Llorar la digestión.
Llorar el sueño.
Llorar ante las puertas y los puertos.
Llorar de amabilidad y de amarillo.
Abrir las canillas,
las compuertas del llanto.
Empaparnos el alma, la camiseta.
Inundar las veredas y los paseos,
y salvarnos, a nado, de nuestro llanto.
Asistir a los cursos de antropología, llorando.
Festejar los cumpleaños familiares, llorando.
Atravesar el África, llorando.
Llorar como un cacuy, como un cocodrilo...
si es verdad que los cacuyes y los cocodrilos
no dejan nunca de llorar.
Llorarlo todo, pero llorarlo bien.
Llorarlo con la nariz, con las rodillas.
Llorarlo por el ombligo, por la boca.
Llorar de amor, de hastío, de alegría.
Llorar de frac, de flato, de flacura.
Llorar improvisando, de memoria.
¡Llorar todo el insomnio y todo el día!

       Nocturno

Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana.
Luces trasnochadas que al apagarse nos dejan todavía más solos.
Telaraña que los alambres tejen sobre las azoteas.
Trote hueco de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón.
¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo,
y cuál será la intención de los papeles
que se arrastran en los patios vacíos?
Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras,
y en que las cañerías tienen gritos estrangulados,
como si se asfixiaran dentro de las paredes.
A veces se piensa,
al dar vuelta la llave de la electricidad,
en el espanto que sentirán las sombras,
y quisiéramos avisarles
para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los rincones.
Y a veces las cruces de los postes telefónicos,
sobre las azoteas,
tienen algo de siniestro
y uno quisiera rozarse a las paredes,
como un gato o como un ladrón.
Noches en las que desearíamos
que nos pasaran la mano por el lomo,
y en las que súbitamente se comprende
que no hay ternura comparable
a la de acariciar algo que duerme.
 

TEATRO EN LA ESCUELA

Y sí...tanto esperar, tanto esperar... ¡Y llegó el día! El martes 31 de agosto tendremos función de teatro en la escuela. ¿La obra? Los chicos y Robinson.

-¿Qué es LOS CHICOS Y ROBINSON?

En estos tiempos en que la supervivencia, la comunicación y la convivencia en diversidad constituyen temas centrales de nuestra vida cotidiana, Robinson y Viernes compartirán con los chicos problemas domésticos y existenciales, en una divertida puesta que también incluye oportunidades para reflexionar.

En la actividad se combinan momentos de teatro, en los que se presentan situaciones inspiradas en la obra de Daniel Defoe, y propuestas participativas de educación no formal, en las que se promueven vinculaciones con la cotidianeidad del siglo XXI.

Si tenés ganas de saber algo más del texto que sirvió de inspiración para la obra que veremos, acá  reproduzco algo que te puede interesar:

Es considerada la primera novela inglesa, en tanto que podemos ver en Robinson Crusoe la clásica novela de aventuras por antonomasia, además de una importante autobiografía ficticia. Sobre la base de la historia de náufragos reales llamados Alexander Serkirk y Pedro Serrano, Defoe construyó, con una trama sencilla y auténtica, un símbolo del colonialismo, del hombre perfecto y de la moral suprema. En realidad, el título completo del libro es Vida y extraordinarias y portentosas aventuras de Robinson Crusoe de York.
Robinson Crusoe es un marinero de York que, en una expedición por África en barco, es capturado por unos piratas y se convierte en un esclavo. Consigue escapar y es ayudado por un capitán de marina portugués que se dirige a Brasil. El barco naufraga y él es el único sobreviviente. Logró llegar a una isla en la que, a priori, parece ser el único habitante. Como medio para sobrevivir, toma del barco todas aquellas armas y provisiones que necesita, a la espera de ser rescatado.

Cuando por fin empieza a adaptarse a la soledad  e instalarse en la isla, descubre que no está solo en ella, ya que allí también vive una tribu indígena caníbal. Crusoe inmediatamente considera a los indígenas como enemigos, y ayuda a escapar a uno de sus prisioneros que estaba a punto de ser ejecutado. Como se han conocido un viernes, Crusoe lo llama “Viernes” y forjan una sincera amistad, a pesar de que no coinciden ni en el idioma ni en la cultura. Juntos deciden ayudar a los demás prisioneros capturados por los indígenas, uno de los cuales es un español que también es un náufrago que aguarda la llegada del barco que lo rescatará.

Podés leer Robinson Crusoe aquí.

Fuente Leergratis.com

EL SUEÑO DE LOS HÉROES

Para que vayan palpitando la historia que vamos a leer, acá va un fragmento de la película que tiene como base el texto homónimo de Adolfo Bioy Casares. Empiecen a leer el texto. La puesta en común es el 1º lunes de setiembre.Nora

¡Atención! Para los que me preguntaron si podían encontrar el texto on line, acá adjunto el dato:

http://www.librosgratisweb.com/libros/el-sue%F1o-de-los-heroes.html

FÚTBOL Y LITERATURA

Seguramente habrás oído hablar de  Roberto Fontanarrosa. Sí, ése, el creador de personajes como Inodoro Pereyra,Mendieta, Eulogia, Boogie "el aceitoso" y tantos otros. Autor de magníficos cuentos humorísticos donde el barrio, el fútbol, las mujeres, el sexo, la cultura y la política se entremezclan y se combinan en una alquimia perfecta.

Hincha fiel de Rosario Central, profesó su amor por la camiseta desde muy pequeño. 

1971 fue un año memorable para el club se sus amores que, por primera vez, salió campeón. Hubo un gol inolvidable convertido por Aldo Poy de palomita, gracias al cual Newells  quedó eliminado en la semifinal. En homenaje a esa histórica jornada, Fontanarrosa escribió el cuento "19 de septiembre de 1971" que podés disfrutar en la voz de Alejandro Apo.

Gracias, Jorge y Fede, por su aporte.Risa

 

JOSÉ SARAMAGO, ELOGIO A LA LUCIDEZ

 Se fue como vivió: con dignidad, con la sencillez de quien es grande de verdad. No claudicó; no cambió su discurso. Fue fiel a sus principios. Genio y figura hasta la sepultura.

A los 87 años murió en Lanzarote, España, el escritor portugués y Premio Nobel José Saramago.

                                                        

 

Conozcamos al hombre por sus palabras:   

 -"Llevamos siglos preguntándonos los unos a los otros para qué sirve la literatura y el hecho de que no exista respuesta no desanimará a los futuros preguntadores. No hay respuesta posible. O las hay infinitas: la literatura sirve para entrar en una librería y sentarse en casa, por ejemplo. O para ayudar a pensar. O para nada. ¿Por qué ese sentido utilitario de las cosas. Si hay que buscar el sentido de la música, de la filosofía, de una rosa, es que no estamos entendiendo nada. Un tenedor tiene una función. La literatura no tiene una función. Aunque pueda consolar a una persona. Aunque te pueda hacer reír. Para empeorar la literatura basta con que se deje de respetar el idioma. Por ahí se empieza y por ahí se acaba".

-"Un libro es casi un objeto. Porque si es verdad que es algo voluminoso, que se puede tocar, abrir, cerrar, colocar en un estante, mirar e incluso oler (¿quién no ha aspirado alguna vez el aroma de la tinta y el papel ya fundidos en una página?) también es verdad que un libro es más que eso, porque dentro lleva, nada más y nada menos, la persona que es el autor. De ahí que sea necesario tener mucho cuidado con los libros, enfrentarse a ellos dispuestos a dialogar, a entender y a tratar de contarles lo que nosotros mismos somos. Los buenos libros, que es de lo que aquí se trata, están hechos con la honestidad y el trabajo de autor, luego hay que tratarlos también con honestidad y sin regatear esfuerzos".

 -"Escribo para comprender, y desearía que el lector hiciera lo mismo, es decir, que leyera para comprender. ¿Comprender qué? No para comprender en la línea que yo estoy tratando de hacerlo; él tiene sus propios motivos y razones para comprender algo, pero ese algo lo determina él"

 -"En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que soy hoy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser".

 -"La importancia que puede tener usar una palabra en vez de otra, aquí, más allá, un verbo más certero, un adjetivo menos visible, parece nada y finalmente lo es todo".

 -"No se trata sólo de instruir, sino de educar. Y, desde dentro, repercutir en la sociedad. Aprendizaje de la ciudadanía, eso es lo que creo sinceramente que falta. Porque, queramos o no, la democracia está enferma, gravemente enferma, y no es que yo lo diga, basta mirar el mundo..." (De su último libro, "Democracia y universidad", publicado este mes.

 -"Yo no escribo para agradar ni para desagradar; yo escribo para desasosegar"; "…estoy intentando desasosegar a algunos, pero seriamente": (Noviembre de 2009, presentación de "Caín")

 -"Creo que en la sociedad actual nos falta filosofía. Filosofía como espacio, lugar, método de reflexión, que puede no tener un objetivo concreto, como la ciencia, que avanza para satisfacer objetivos. Nos falta reflexión, pensar, necesitamos el trabajo de pensar, y me parece que sin ideas no vamos a ninguna parte" (Última entrada en su blog).

 Fuente: AFP

ANTES DE LEER ROSAURA A LAS DIEZ

      Marco Denevi


Todo comenzó con un crimen. O mejor, todo comenzó unos seis meses antes, "aquella mañana en que el cartero trajo un sobre rosa con un detestable perfume a violetas".
Los sobres van llegando puntualmente, cada miércoles, a la pensión La Madrileña. El olor a violetas invade las habitaciones de los inquilinos, que se convertirán en testigos del encuentro entre Rosaura y Camilo Canegato, el tímido restaurador de cuadros. Pero cuando Rosaura es encontrada muerta, cada uno de los personajes tendrá que dar su versión de la historia. El lector deberá ir reuniendo piezas y llegará a la verdad con las últimas palabras del último testimonio

 

Rosaura a las diez (fragmento)    


     "El hombrecito no tenía trazas de don Juan, pero nunca se sabe. El comprendió perfectamente a dónde yo iba. Y tanto lo comprendió, que se puso rojo como un tomate. Le diré que es hombre de enrojecer a cada tres por cuatro, como pronto lo comprobé, pero se ruboriza con tanta frecuencia, que esos tornasoles son ya el color de su cara.
-Finalmente -dije (y aquí hice una pausa)-, finalmente, señor. No es que yo desconfíe de usted. Líbreme Dios de ello. Al contrario, al contrario. Usted parece persona de bien, seria y respetable. Dicen que la cara es el espejo del alma, y usted tiene cara de bueno. Pero ni la cara de usted, desgraciadamente, me salva de ser viuda, ni de tener tres hijas a mi exclusivo cargo, ni de vivir en los calamitosos tiempos en que vivimos, con las Europas en guerra. Sin un hombre que mire por mí, he tenido que salir a la arena, como dicen, a pelear por mi sustento y por el de mis tiernas hijas, y en tales lides, donde la natural debilidad de la mujer no encuentra sino desventajas, mucho es lo que llevo padecido, porque yo soy la del refrán, que duelos me hicieron negra, que yo blanca me era, así que excusado será que tenga la piel sensible quien de cicatrices anda vestido.
"


Recuerden que comenzaremos la lectura de esta novela la primera clase de abril.